El gran aparato de la fotografía
Era la mía
una mirada desafiante.
En una foto, de pequeño.
Una mirada que se revelaba limpia,
antes incluso de que fuera fotografiada.
Una mirada que aún transmite orgullo,
sin importarle el flash ni otros artilugios
a los que inexorablemente
se la exponía.
Una mirada hacia fuera,
dirigida a los demás,
a quienes seguramente incomodaba.
Alguien en un momento dado
debió de decirme que ese desafío
debía quedarse dentro,
que estaba mal visto,
que quedaba muy feo,
que saliera hacia fuera
de aquella insolente manera.
La mirada se me ensimismó.
Aún escucho sus quiebros
por cada peldaño que retrocedía.
Fui pues buen chico.
Obedecí a mis mayores.
Me pidieron complacencia
y nada en mí hizo
que la escatimara.
Ahora que soy mayor
me gustaría permitirme recobrar la vista de la mirada aquella
pero me la empaña un reguero de dolor
en el que a veces me extravío no sin cierta complacencia.
Es la inveterada costumbre,
mi segunda, si se quiere, naturaleza:
desconfiar del desafío
porque alguien algún día me dijo
que si salía hacia fuera
sería muy mal visto,
y muy mal visto de aquella manera
de la que una tal insolencia se haría acreedora.
Por mor de aquellos otros ojos
que se desvelaban por que quedara guapo
ante el gran aparato de la fotografía,
me veo entonces lastimándome
en esas no poco crueles ocasiones.
Es la forma que aún tengo
de arrancarme una sonrisa
ante las promesas de unos requiebros
que aún resuenan en el hueco de escalera.
Un hueco sin peldaños
que mi alma se esfuerza en subir
cargada con el peso de tanta foto
en la que llegó a caber de todo salvo lo que ella misma veía.